El Reglamento General de Escuelas Municipales de Tucumán, de 1872, fue confeccionado por Belisario Saravia. Interesan algunos de sus artículos. Prescribía que al alumno ““que sea ocioso habitual, se le impondrá alguna ocupación constante, mecánica, que no pueda suspenderla sin ser visto”. A los “que tengan maneras incultas y usen del lenguaje vulgar, el preceptor les enseñará y amonestará suavemente, y en último caso, empleará el ridículo para corregirlos”. En los casos de hurto, “será castigado, confinándolo en algún asiento apartado de los demás, por más o menos tiempo”.

El que perjudicara la propiedad de otro, “con o sin intención”, deberá reparar el daño. Si hubo intención, “tendrá el castigo adicional de una, dos o tres horas de encierro, en proporción a la gravedad de la falta”. La “acusación falsa”, como “acto indigno que debe ser castigado severamente”, se sancionará separando al culpable del trato con los condiscípulos, hasta en los recreos, durante el tiempo adecuado.

Los que enseñen “a mentir, proferir palabras obscenas, o cualquier vicio”, también serían separados del trato de sus compañeros, o con la suspensión o expulsión. Esto, decía el reglamento, “teniendo en cuenta que, para la juventud, es menos peligroso un perro rabioso o una víbora que un compañero inmoral o corrompido”.

En cuanto a los castigos corporales, el que “abiertamente desobedezca al preceptor y rehuse insolentemente someterse a sus órdenes, será obligado a ello, usando en este único caso de la palmeta”. Si hubiera reincidencias, se lo suspendía y expulsaba. Fuera de esta eventualidad, subrayaba el reglamento, “es absolutamente prohibido el uso de palmeta o látigo”. El preceptor debía corregir limitándose a lo previsto en el reglamento.